Entre las ramas a todos observaba, de una a otra siempre saltaba, siguiendo a quien le parecía importante, siempre detrás de la gente. Era muy curioso. Siempre quería saber todo lo que pasaba. Por eso, cada día subía más alto y más alto, haciendo caso omiso de las advertencias de los suyos.
Un día subió tanto, que consiguió ver el cielo y la luz del sol le cegó y tuvo que cubrirse con el brazo para protegerse. Sus ojos, tan hechos a la umbría del bosque, tardaron un poco en acostumbrarse a aquella intensidad cegadora, pero lo hicieron, y allí vio cuan grande era el bosque, y hasta dónde se extendía. Vio un río, y lo siguió con la mirada hasta hallar una magnífica cascada que al estrellarse contra las rocas provocaba que la luz se viese de muchos colores distintos. También vio un valle, lleno de grandes animales pastando plácidamente, y luego miró miro al cielo, y vio como un águila se lanzaba hacía él, como lo encerraba entre sus poderosas garras. Admiró la belleza del gran animal, y sintió lo que era volar, una sensación que nunca antes había sentido, pero entonces el águila llegó a su nido y él sintió miedo, miró al águila a los ojos y ya no sintió nada más, pero antes, lo había sentido todo, incluso lo que era volar, y mientras miraba a la muerte, majestuosa, a la cara, pensó que había merecido la pena.
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