Por todos aquellos cuya fe está puesta en la luz sagrada e infinita de Ela es sabido que portar su símbolo te hace sentir más iluminado, guiado por su haz en un mundo oscuro lleno de sufrimiento y dolor.
Sin embargo, es también sabido que aquellos que se consideran más cercanos a la luz y que esgrimen su poder fuera de sus mandatos oscureciendo sus almas, también pervierten sus símbolos, y los conviertes en oscuros reflejos de lo que debían ser.
Es por eso que la Luz de Ela se representa de muchas formas. No puede atarse a un solo símbolo corruptible, por mucho que a algunos les pese.
De esto era muy consciente el señor Marco Sexto Batientes, un señor acaudalado que se las había arreglado para comprar algo de tierra cerca de la Ciudad Capital de Luz y una casa en la ciudad, lo que le daba el título de noble y le aseguraba un asiento en el Consejo Imperial, al cual, dada su cercanía a la ciudad, podía acudir siempre, por lo que su opinión siempre contaba, por encima incluso de la de grandes señores del imperio cuyas tierras estaban demasiado alejadas de la capital como para acudir a cada reunión del consejo.
Marco era el primero de su familia en haber amasado una fortuna suficiente como para haber logrado tal hazaña, y también el primero en haberlo hecho a tiempo que un terreno en luz estaba disponible para su compra, cosa que no pasa tan habitualmente como a algunos les gustaría. No tardó en aprovechar su nueva posición para ir adquiriendo nuevas tierras y acrecentando su fortuna. Como dicen en Luz, sus cabellos crecieron fuertes y sanos.
No tardó mucho en encontrar a quién quisiera compartir su fortuna y tras casarse, tuvieron una hija a la que llamaron Aurelia Prima. La madre de la niña, Camila Octava Cruces, pertenecía a una de las familias más importantes del imperio, aunque su poder se hallaba muy lejos de Luz. Su matrimonio con Marco le brindaba lo único que le faltaba a su familia le faltaba. Un lugar cercano a Luz para poder formar parte real del consejo.
Camila era una mujer inteligente cuya mano en el consejo no se hizo de esperar. Habiendo vivido tantos años alejada de lo que realmente era su derecho, tenía claras muchas de las cosas que quería conseguir, y no esperó a nada ni a nadie para empezar a proponerlas. Cuando las primeras dieron sus frutos, estos fueron tan satisfactorios que el mismísimo emperador empezó a tener sus ideas en mucha consideración.
Si entre Camila y Marco había verdadero amor es algo de lo que la gente corriente y otros nobles hablaban y comentaban, ¿pero, acaso hay amor más verdadero que el de estar dispuesto a darlo todo por la felicidad del otro y la propia? Camila y Marco eran dos personas de fuertes convicciones y de tenacidad inquebrantable. Juntos parecía que nada podía detenerles.
Aure, como sus padres la llamaban, había heredado su confianza y tenacidad, pero sus intereses quedaban muy alejados de los de sus padres, algo que ya de bien pequeña empezó a demostrar. No soportaba los largos sermones de los sacerdotes de Luz, pese a lo insistente que era su padre. A pesar de los esfuerzos por aficionarla a la lectura de su madre, la niña prefería correr, escalar y pelear con otros niños.
Entre el barro, los moratones y las magulladuras casi nunca podían distinguirse su pelo rubio y su piel sonrosada. Una vez llegó a ensuciarse tanto que tuvieron que cortarle el pelo, lo que causó un gran pesar en la familia.
Cuanto más insistían sus padres en algo, más hacía Aure lo diametralmente opuesto. Por eso pasaba más tiempo fuera de los muros de Luz que en el barrio donde se alzaba la imponente casa de los Batientes Cruces.
Como una fuerza de la naturaleza, Aure creció fuerte, sana e indomable como un animal salvaje. Su espíritu le confería una fuerza y una belleza que pocos eran capaces de igualar. Solo tenía que aparecer en un lugar para captar la atención de la gente, y con unas cuantas palabras le bastaba para convencer a cualquiera de cualquier cosa.
Gracias a la perseverancia de sus padres, Aure había aprendido todo lo que habían podido enseñarle, y, aunque con ideas muy distintas a las de ellos, estaban seguros de que algún día formaría parte del Consejo Imperial, tal y como ellos lo eran.
El potencial de Aure era tal, que no solo sus padres lo habían percibido, también otros, algunos estaban encantados viendo lo que una persona así sería capaz de aportar, sin embargo, otros solo pensaban en el poder que podrían perder si a las ya irritantes ideas de Camila y Marco se le unían las de alguien a quién nadie parecía ser capaz de decirle que no.
Desde que cumplió quince años, Aure frecuentaba los salones de tabernas y posadas prestando atención a lo que la gente hablaba en ellas, y, allí donde se le permitía, aportando sus propios pensamientos. Aquellas charlas habían abierto su mente más allá de lo que cualquiera podría haber esperado, y sus opiniones, pese a su juventud, eran escuchadas en prácticamente todos los círculos, desde los más eruditos a los más cotidianos.
Gracias a esos coloquios, la chiquilla había tenido contacto con personas muy sabias, maestras en su campos y conocedoras de muchas cosas. También con gente apasionada, con nuevos puntos de vista que no todos los que vivían a los pies del barrio del Ascenso podían conseguir.
Si bien seguía sin soportar los sermones de los sacerdotes, ni en la iglesia más humilde, ni en la propia catedral, hablar con ellos fuera de tanto formalismo le parecía de lo más enriquecedor. Incluso había llegado a tener una opinión formada sobre Ela y toda la religión centrada en torno a su figura y obra. Como tantas otras cosas, le resultaba apasionante.
Cuando cumplió dieciséis, su padre le regaló unos pendientes de oro con el símbolo de la luz, pero ella no quiso aceptarlos al considerarlos más un símbolo de ostentación que de fe. Fue entonces cuando su madre le encargó unos en acero. Por las condiciones del material, resultaron más grandes y pesados, incluso toscos, pero a Aure le parecieron perfectos. Algo representaba a la perfección lo que para ella era la fe. Algo que a veces costaba mantener, que no era perfecto, pero que, si se cuidaba, se mantenía sólido y firme sin importar el tiempo que pasase.
Aure, que era indudablemente inteligente, sabía que ella sola no podría cambiar el mundo lo suficiente, así que, además de tratar de convencer a cualquiera que le diese la oportunidad, disfrutaba de la vida cuanto podía, a veces, corriendo riesgos que a su madre le parecían innecesarios y que su padre calificaba mucho más despectivamente.
De todos los amantes que tuvo, sus rivales no pudieron encontrar ninguno que dijera ninguna cosa de ella que pudiera ser reprochable. Había compartido intimidad con cada persona que le había parecido lo suficientemente apasionada e interesante, y de todos había escuchado sus ideas y compartido sus pensamientos. Aunque era consciente de que la mayoría no estaba preparada para su forma de ver el mundo, eso nunca la detuvo a la hora de intentar mejorarlo.
Sin embargo, otros si hicieron lo posible por detenerla. Aunque no se salía de la normalidad de la vida de alguien que perteneciera a una familia importante, sí era curioso que ella recibiese incluso más atención de cualquier atacante que sus padres. Sumado a su negativa a dejar de moverse libremente y a que la acompañase una escolta, sus salidas cada vez preocupaban más a sus padres, y no sin razón.
Con veinte años, a una edad ciertamente temprana, Aure habló por primera vez delante del Consejo en pleno, en sesión oficial, para exponer sus ideas con respecto a la propia Ciudad Imperial. Ideas que, como lo hacían las de sus padres, agradaron incluso al emperador. Aquello demostró lo que muchos ya daban por hecho.
Antes de su próxima audiencia, dos días más tarde, encontraron su cuerpo junto con el de otra mujer. Acuchillados y destrozados, sus cuerpos aparecieron en las callejuelas del barrio que se extendía más allá de la puerta oeste, fuera de la segunda muralla de la Ciudad Imperial. Tenían signos de haber sufrido vejaciones y martirios antes de morir, y a Aure le faltaba uno de sus pendientes de acero.
Aquella noche Aure paseaba con Rosa, otra muchacha con quien Aure disfrutaba de su conversación y su visión del mundo. Aunque Rosa no había tenido la suerte de nacer en una familia adinerada, no había dejado de interesarse por el mundo que la rodeaba, y le ofrecía a Aure una perspectiva que ella consideraba muy necesaria.
Salían de la taberna Sol Poniente, abierta hacía poco en el barrio, una de las pocas tabernas extramuros que funcionaban en Luz. Salían de haber estado hablando con viajeros que aprovechaban para no entrar en la ciudad y evitarse los retrasos y horarios del cierre y la apertura de las puertas. Aure trabajaba en una propuesta que permitiera a la gente poder seguir entrando y saliendo de la ciudad durante la noche, sin perder la seguridad de los que vivían entre los muros. Pero esa propuesta nunca vio la luz. Dos encapuchados las esperaban en la salida y se encargaron de acabar con ellas.
Por primera vez, y gracias a la cercanía de la familia con el emperador, se permitió a los jueces de Luz participar activamente en una investigación. Un cambio que sentó las bases para la lucha contra el crimen en luz. Tres jueces llevaron el caso. La juez Silvia, del distrito de la Puerta Oeste, el juez Severo, especializado en juicios de asesinos, y la juez Alejandra, del distrito del Ascenso.
Los tres, trabajando juntos, lograron reconstruir lo sucedido y registrarlo en los documentos oficiales pese a todos los impedimentos que surgieron. Empezando por la complejidad del propio caso y los intentos de quienes lo orquestaron de terminar con la investigación.
Al principio fueron las protestas en contra de la magia usada por los jueces, pero como no consiguieron frenarlos, dado el apoyo que tenían por parte del emperador para resolver el caso, pronto dejaron que todo se enfriase.
Lo siguiente era evidente, destruir cuantas pruebas fueran necesarias. El lugar donde las encontraron no era aquel en el que les habían arrebatado la vida, las habían dejado allí conscientemente. Los jueces pudieron encontrar el lugar donde las mataron, y a quién vivía allí colgado junto con una nota que pretendía hacerle parecer el culpable arrepentido del crimen. Cuando tampoco eso funcionó, aquellos que las habían torturado murieron en un incendio en su propio escondrijo, pero los jueces siguieron buscando.
Gracias a su magia habían podido ver cómo, cuando fueron atacadas, Aure se arrancó uno de los pendientes y lo usó para mantener a raya a su agresor, pero lejos de huir, y aunque le había destrozado la mejilla a ese malnacido, Aure se lanzó a por el que arrastraba a su amiga, incapaz de abandonarla a su suerte. Pese a su lucha, no puedo hacer nada, y ambas fueron arrastradas a lo que se convertiría en su infierno en las próximas horas. Era aterrador ver a los jueces romperse y llorar al ver lo que las chiquillas habían pasado. Con cada avance en la investigación, más tórrida se volvía.
La Ciudad Imperial de Luz quedó cerrada durante tres semanas, hasta que los jueces encontraron al responsable, Luciano Tercio Muro Alumbrado. Un viejo noble que había dejado atrás a su familia para convertirse en sacerdote. Siempre había tenido mucho peso en el consejo, dada su cercanía con la iglesia, pero con la llegada de las revolucionarias ideas de los Batientes Cruces, poco a poco había ido relegándose a una posición común.
Cuando se supo, y pese a que él juró por su sangre que solo había pretendido darle un escarmiento a la chica y que habían sido los matones los culpables de todo lo ocurrido, El que por aquel entonces era el sumo sacerdote de Ela, el Lucem Accipit, Virginio Campano Décimo Iluminado, pidió expresamente al emperador que permitiera a la iglesia castigarlo, pues esos crímenes no habían sido solo contra el imperio, si no contra la propia naturaleza de la luz en la que Lucio había tratado de arroparse para seguir obteniendo beneficio personal.
Sin embargo, el emperador solo se lo concedió en parte. Desterró a Lucio no solo del Consejo Imperial o de la ciudad, si no de cualquier tierra imperial o que colindase con esta, y le despojó de todos sus bienes, los cuales destinó a acelerar las propuestas que Aure había llevado ante el consejo. Una vez dictada y cumplida esta sentencia, el Lucem Accipit podría añadir la pena extra que considerase necesaria.
Cuando salió el navío que lo llevaría a las heladas tierras del sur, donde terminaba el mundo y en verano el día duraba un mes y en invierno la noche hacía lo mismo, el Lucem Accipit partió con él y con una compañía de 20 fieles.
Tan solo 10 regresaron, con orden escrita de nombrar otro Accipit y un mensaje: “El alma de Lucio ha sido desnudada de su cuerpo ante Ela para que pueda juzgarla”. Ninguno de los que regresó volvió a hablar jamás. Algunos dicen que por culpa de los horrores que habían visto, y que por eso mismo el Accipit no había vuelto. Había ensuciado su alma a cambio de poder hacerle a aquel hombre todo el daño que él había causado, y por ello, él y los que se habían quedado a ayudarle, habían decidido expiar sus pecados entregándose a Ela allí, en una gran pira que iluminase la noche eterna.
Hoy, doscientos años después de su primera audiencia ante el Consejo Imperial, aquellos que conocen su historia lloran al ver como el nuevo emperador, San Yago de Cañadulce, manda retirar la estatua que la conmemora y deroga las leyes que se escribieron bajo sus ideales. Muchos han sido los que han tratado de encontrar sus pendientes a lo largo de estos años. Aquel con el que se defendió nunca apareció, y el otro fue donado a la iglesia por sus padres tras su funeral, pero nadie ha vuelto a verlo.