De los Cazadores de Monstruos

Abrió la puerta de casa en medio de la noche cerrada. No había luz. No había nada. Llamó a su esposa. Dos días habían pasado desde la boda. Aun no estaba acostumbrado al anillo. El viento cambió y al entrar en la casa y volver a salir sacó con él el olor a pelo mojado por la lluvia, a flores recién cogidas y… sangre.

El Imperio había caído hacía ya algunos años, y sus territorios estaban sumidos en la oscuridad y la guerra, pero lo que le enseñaron jamás se le olvidaría. Subió corriendo las escaleras. Y allí, sobre la cama dónde habían hecho tangible su amor, yacía sin vida. En la ventana un enorme y monstruoso hombre lobo negro, con las zarpas aún manchadas de sangre, lo miró desafiante con esa mirada tan amarilla y penetrante. A la máxima velocidad de reacción que pudo obtener, el hombre le lanzó dos cuchillos de plata que se clavaron uno en el pecho y otro en el brazo del animal, que se los arrancó mientras dejaban una estela humeante. Aulló y se lanzó a través de la ventana.

Con lágrimas en los ojos, se arrodilló junto a su amada, y la abrazó. Le besó la frente y se despidió de ella. Buscó y se equipó con todas sus antiguas armas y artilugios, cogió su viejo y ajado sombrero y se cubrió el rostro con un pañuelo negro. 

Puso un ramo de violetas entre las manos de su mujer, y prendió fuego a su casa, y con ella a la nueva vida que había empezado en aquel lugar. Cazaría a aquel monstruo, a aquella sombra, y empezaría esa misma noche. El primer cazador de Monstruos había renacido.

Dos años más tarde, acorraló a la sombra en un pueblo del sur, y allí, siguiendo su rastro de muerte, le siguió la pista hasta averiguar quién era de día. Una mujer de pelo oscuro y ojos claros que había encontrado trabajo en la posada. No lo pensó dos veces, se aseguró de que era ella, y, a plena luz del día entró en la posada y le arrancó el corazón con un cuchillo de plata. El arma cauterizó la piel, probando que era una bestia. Cumplida su venganza montó a caballo, y se marchó al galope de allí, perseguido por los guardias y marcado de por vida como un asesino, aunque en realidad él era un ángel guardián.


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La reina y la bruja

Angélica era una muchacha sencilla cuya madre se ganaba la vida cuidando los animales de los Castillalto, en el Valle de los Ángeles.

A ella le encantaban los caballos, y pasaba los días acariciándolos y cepillándolos mientras su madre se encargaba del resto. El señor del castillo estaba tan acostumbrado a verla por allí que había aprendido su nombre, y, a menudo le regalaba ropa de su propia hija cuando a esta se le quedaba pequeña. No hace falta decir que Angélica destacaba entre el resto de la gente de su aldea, y no tuvo que pasar demasiado tiempo cuando empezó a levantar envidias.

Entre la gente de la aldea empezaron a correr rumores. El más típico era que el Señor gustaba de la compañía de la niña durante las noches, y, aunque no era cierto, la verdad no bastó para acallarlo.

No parecía que aquello molestase a la muchacha. Ella seguía viviendo bien, cuidando de los animales junto a su madre y pasando los inviernos caliente gracias a las ropas viejas del castillo. Sin embargo, una mañana gris y lluviosa llegó al castillo una carroza tirada por dos temibles dracos de escamas brillantes y miradas frías. Aquel día, llegó una mujer del norte, Axara. Bella como un campo nevado y dura como el mismísimo hielo conquistó el corazón del Señor del castillo como solo las gentes del norte saben hacerlo.

Ambos se casaron al poco de conocerse, y la mujer fría fue gentil también con la muchacha, a pesar de los rumores y habladurías. Le enseñó a acercarse a los dracos, a entender sus necesidades y sus deseos, y a deber cuando se está a salvo y cuando no. Aquella mujer no parecía ver la diferencia entre la nobleza y la gente de a pié, y aquello era algo que ni la muchacha ni nadie había conocido hasta ahora. Sin embargo, la enfermedad se llevó a su madre y el Señor la acogió en el castillo.

Las habladurías se daban por confirmadas y la gente, corroída por la envidia se erigió en defensa de la señora. Una defensa que ni había pedido ni necesitaba, pues la muchacha se limitaba a vivir su vida siguiendo con el oficio que su madre le había enseñado. Aún así las voces ignorantes a veces hablan tan alto que es imposible ignorarlas. El Señor, tuvo que intervenir, pese a que su esposa trató de evitarlo, y para asegurar el bien de muchos, tuvo que ejercer el mal sobre un inocente. Echó a la muchacha del castillo y la privó de su trabajo. En el pueblo la repudiaron, acusándola de pecados que no eran suyos y hablándole desde el odio más irracional. Ella cogió lo poco que le quedaba y huyó al bosque, aunque no pudo llegar muy lejos, pues fue devorada por una manada de lobos. Sin embargo, eso nadie lo sabía, y quiso el destino que el Señor enfermase repentinamente aquel mismo día, y tiempo faltó en el pueblo para que la pobre muchacha fuera llamada bruja al grito de todos, y con ese cántico subieron al bosque armados con fuego y orcas, en aras de darle caza.

Pero la envidia y la ira son pecados capitales que nublan la mente y ensombrecen el alma, y en el bosque no hallaron ninguna bruja, pero si lobos. Decenas de lobos con decenas de dientes. Los que no cayeron en seguida, trataron de huir de vuelta al pueblo, donde la Señora del Castillo había bajando para tratar de detener la locura desatada contra la muchacha, y explicaba a algunos aldeanos que habían quedado que la niña no había sido responsable de la enfermedad de su esposo.

Los lobos fueron tras ellos, y devoraron a toda alma que allí habitaba. Sin embargo, cuando habían rodeado a la reina norteña, un venado salió del bosque y todos los lobos echaron a correr para darle caza, como si hubieran olvidado a la mujer, la única que había permanecido firme y no se había dejado engañar por envidias y rumores.


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Los Lobos de Dutch

En las tierras nevadas de Dutch, aunque no tanto como las del Imperio Beliondés, comenzó a correr el rumor sobre una manada de lobos furiosa y letal que daba caza a los viajeros y aventureros que se acercaban demasiado a los bosques.

Los acechaban durante noches y los atacaban cuando estos bajaban la guardia. Nadie estaba a salvo, ni siquiera la hija de uno de los reyes de Dutch. La joven semi elfa salió de casa con la ilusión de conocer a su madre y ayudar con unos dracos, sin embargo, la curiosidad de ver porqué los lobos aullaban aquella noche, la llevó a ir sola hasta la línea del bosque donde fue asaltada por la manada. No hubo gritos y su cuerpo fue hallado al amanecer casi devorado.

Los pocos que consiguieron huir de ellos solo para llegar a un pueblo cercano y dar su último aliento sucumbiendo a las heridas, dijeron: «Era enorme… sus ojos negros como la oscuridad más profunda… Los guiaba… Los dirigía…»

Estos pocos testimonios han dado mucho que pensar, extendiendo aún más los rumores y creando teorías cada vez más fantasiosas. Las primeras que la gente pensó fue que se tratara de un huargo perdido al que una manada adoptó y se hizo con el control; los siguientes comenzaron a decir que quizá la manada estaba poseída y, los más fantasiosos, que quizá la dirigía un licántropo o peor, un lico abandonado por los suyos.

Todavía nadie se ha acercado lo suficiente como para averiguarlo…


ESTE RELATO NOS LLEGA DE LA MANO DE:

IRIS CONSTANTINO

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